18 dic 2006

Relaciones peligrosas: el texto y la puesta en escena


Opinan Artaud, Grotowski, Brook y Schechner


Antonin Artaud


Peter Brook


Jerzy Grotowski


Richard Schechner

Por Hernán Espinosa

Artaud parece no presentar problemas en combatir la labor de un dramaturgo desde el momento en que fulmina: “un teatro que subordine la puesta en escena al texto (…) es un teatro de idiotas”. Y seguidamente expone lo que para él resulta penoso del teatro occidental en comparación con el oriental, esto es, su costumbre de poner sobre un pedestal la palabra del dramaturgo.

Pero tal vez lo más interesante de Artaud es que no se contenta con postularse como detractor del lugar privilegiado del texto dramático en nuestro teatro, sino que se pregunta si la puesta en escena no podrá alcanzar, “como lenguaje teatral puro”, el mismo status que la palabra escrita. Aun más, si acaso no podrá “hacer pensar”, es decir, llegar a un nivel de eficacia intelectual distinto a aquella del texto, donde sus componentes abarcan desde formas y colores hasta movimientos y sonidos.

Aquí distingue Artaud el plano estético (plástico y físico) propio del teatro, y el plano psicológico, morada de la palabra que expresa sentimientos y pasiones.

Por su parte, Grotowski adopta una posición, si se quiere, menos radical al centrar sus ideas en el concepto de encuentro: “podemos definir al teatro como lo que ´sucede entre el espectador y el actor´. Todas las demás cosas son suplementarias”. En este sentido, para nuestro autor el texto funciona como un disparador que despierta un sinfín de repercusiones en su recepción, es decir en su “encuentro con la gente creativa”: director, actor, cuyas propias autorrevelaciones no hacen más que enriquecer lo escrito.

Por que, al fin y al cabo, según Grotowski, lo importante no son las palabras sino el uso que de ellas se hace en este encuentro que es a la vez espiritual y biológico, impulsivo y reactivo. Una especie de contacto galvanizante: “reanimar a las palabras inanimadas del texto”.

Brook coincide con Grotoswski al hablar del teatro como un producto impulsivo, pero lo hace especificando esta cualidad dentro del mismo dramaturgo y luego dentro del actor: “tanto para el autor como luego para el actor, la palabra es una parte pequeña y visible de una gigantesca formación invisible”.

En este sentido, el teatro “mortal” de Brook utiliza la palabra alejándose de ese proceso tan vital que permite pronunciar el texto sin caer en etiquetas arraigadas intelectual y socialmente en un período particular ya rancio. En cambio, el teatro “vivo” es el que se construye día a día, ensayo a ensayo, y aquí parece coincidir nuevamente Brook con Grotowski y su idea del “encuentro”; un encuentro efectivo, catalítico, galvanizado.

“¡Que vuelvan los escritores!”, clama Richard Schechner. Pero claro, que no vuelvan con sus aires de dictadores que los directores del siglo pasado y el anterior les hacían ostentar. Es preciso que el “maestro de las palabras” retorne con su misión claramente trazada desde un principio: escribir. Para Schechner, la supremacía del texto espectacular sobre el dramático en su intento de desbancar cánones, sirvió para traer aire fresco. Pero una cosa no quita la otra: “yo propongo que el dramaturgo desarrolle sus habilidades personales al máximo. Estas habilidades son literarias, poéticas, el dominio del lenguaje a diferencia del dominio de la acción”.

Y el debate seguirá.

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